Las crisis energéticas son fenómenos complejos que van mucho más allá de la escasez temporal de recursos o el aumento repentino de los precios. Representan desequilibrios estructurales en la oferta y la demanda de energía que impactan directamente en la economía mundial, la seguridad de los países y el bienestar de las sociedades. Comprenderlas es clave para anticipar riesgos y construir sistemas energéticos más resilientes.
Causas estructurales y coyunturales
Una crisis energética puede desencadenarse por múltiples factores. Algunos son coyunturales, como guerras, desastres naturales o decisiones políticas que interrumpen el suministro. Otros son estructurales, relacionados con la dependencia excesiva de ciertas fuentes energéticas o con infraestructuras obsoletas.
La crisis del petróleo de 1973, provocada por el embargo de la OPEP tras la guerra del Yom Kipur, mostró cómo decisiones geopolíticas pueden disparar precios y desestabilizar economías. Más recientemente, la invasión rusa a Ucrania en 2022 redujo drásticamente el suministro de gas a Europa, evidenciando la vulnerabilidad de sistemas energéticos dependientes de proveedores externos.
En América Latina, el impacto no fue menor. El alza en el precio del crudo superó los 120 dólares por barril a mediados de 2022, presionando la inflación regional y complicando las finanzas públicas de países importadores de energía.
Impactos en la economía y la sociedad
El alcance de una crisis energética trasciende el sector energético. Cuando la oferta no cubre la demanda, los precios se disparan y afectan a toda la cadena productiva. La industria enfrenta costos más altos, los alimentos encarecen por el alza en el transporte y la inflación erosiona el poder adquisitivo.
“El FMI ha advertido que las disrupciones energéticas provocadas por choques globales como la crisis del gas y el alza en precios impactaron negativamente el crecimiento económico en varios países, generando efectos arrastrados en la producción. Por otro lado, la AIE estima que casi 75 millones de personas podrían perder la capacidad de pagar el suministro eléctrico, revirtiendo avances en acceso energético.”
El impacto social también es significativo. Las crisis energéticas suelen agudizar desigualdades, al afectar con mayor dureza a las poblaciones más vulnerables y a las regiones con menor capacidad de inversión en infraestructura o subsidios.
Transición energética y nuevos desafíos
El siglo XXI plantea un escenario distinto al de las crisis anteriores. Hoy, los desequilibrios energéticos están estrechamente ligados al cambio climático, la descarbonización y la transición hacia fuentes renovables. Este contexto añade complejidad al desafío: ya no se trata solo de garantizar suministro, sino de hacerlo con bajas emisiones y en un marco sostenible.
De acuerdo con proyecciones del IEA, la demanda eléctrica global seguirá aumentando con tasas anuales del 4 % o más, lo que sugiere un incremento acumulado sustancial para 2030, impulsada por la electrificación del transporte, la digitalización industrial y la expansión de centros de datos. Sin embargo, la capacidad instalada renovable y las redes eléctricas aún no crecen al mismo ritmo. Este desfase podría generar tensiones similares a las de las crisis clásicas, aunque con causas y consecuencias distintas.
En México, el PRODESEN 2024-2038 advierte sobre el envejecimiento de parte significativa del parque generador nacional, un factor que puede elevar los riesgos de fallas y comprometer la confiabilidad del sistema eléctrico. La modernización de la infraestructura y la diversificación de fuentes de generación son prioridades estratégicas para evitar futuros escenarios críticos.
Estrategias de resiliencia y seguridad energética
Para enfrentar estas amenazas, gobiernos y empresas están redefiniendo sus estrategias. La seguridad energética —el acceso confiable, asequible y sostenible a la energía— se ha convertido en prioridad nacional.
Europa aceleró su independencia del gas ruso mediante inversiones en terminales de GNL y acuerdos con nuevos proveedores, mientras que Estados Unidos impulsa proyectos de almacenamiento estratégico y expansión de renovables. En América Latina, países como Brasil y Chile avanzan en el desarrollo del hidrógeno verde como alternativa a largo plazo.
México también ha comenzado a adaptar su estrategia. El Plan Sonora, centrado en la producción solar y el desarrollo de cadenas de valor de litio e hidrógeno, busca reducir la dependencia de combustibles fósiles importados y fortalecer la autonomía energética nacional.
Hacia un nuevo contrato energético global
Las crisis energéticas seguirán siendo un riesgo latente en las próximas décadas. Sin embargo, también pueden convertirse en catalizadores de cambio. Cada disrupción ha impulsado transformaciones profundas, desde la diversificación de fuentes hasta el avance en tecnologías limpias.
Hoy, la clave está en anticipar vulnerabilidades, acelerar la transición energética y fortalecer la cooperación internacional. Sin redes eléctricas modernas, almacenamiento eficiente y marcos regulatorios flexibles, el mundo podría enfrentar nuevas crisis en un contexto aún más complejo.
En 2025, el desafío no es solo evitar una crisis energética, sino aprovecharla como oportunidad para construir un sistema más seguro, sostenible y equitativo. El rumbo que adopten gobiernos e industrias en los próximos cinco años definirá si la energía es un factor de riesgo o un motor de desarrollo global.
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